miércoles, 26 de septiembre de 2007

La Mancha

No le era fácil comprender lo que le estaba pasando.
Se había recostado en su cama casi de madrugada, después de haber vagado toda la noche por el suburbano, bajo una molesta llovizna que le camuflaba la pena y el llanto. Se sentía afiebrado y dolorido por dentro y por fuera, un desgarro de sus entrañas cansadas, de tanto y tanto abandono.
Muchas veces pensó que no tenía sentido esta amargura por la que se dejaba invadir, esa sensación de desgano total, de desamparo que su relación con Marina le provocaba. Había querido dejarla varias veces, pero todo era inútil, ella lo envolvía como una telaraña sin reparo alguno, sin darle ventaja, sin sosiego ni piedad.
En varias oportunidades –con rencor- la comparó con una especie de araña, que no recordaba como se llamaba, pero que había visto en un documental. Una araña que atacaba a sus victimas inmovilizándolas con su veneno, para luego colocar sobre el cuerpo inerte, su carga de larvas prontas a invadir el interior, en busca de alimento.
Eso se sentía él, un alimento que daba vida, un alimento pronto a ser consumido, aniquilado, útil para el otro pero inútil para si mismo; el era un buen samaritano, el comodín en la soledad de los demás, un ser cándido ante la astucia y el abuso.
Sabía que no debía esperar nada de ese su bondadoso gesto de entrega, sólo la esperanza de una vida ficticia, de una vida que no era la suya, sino la cómoda respuesta para alguien, que no valoraba su dedicación.
Se encogió casi tomando la posición fetal, una postura que lo resguardaba de lo exterior, de lo que sentía una amenaza. Recorrió con la mirada su pequeño cuarto, esas paredes descascaradas y oscuras que guardaban otras historias, otros dolores o alegrías; y se detuvo en el techo, en esa mancha negra en una de sus esquinas, que alguna vez le había llamado la atención.
Se sorprendió porque creyó que no estaba en el lugar de siempre, tal vez un poco corrida hacia la ventana y más oscura, o tal vez ni lo uno ni lo otro, sino su mente jugándole una mala pasada.
Cerró los ojos, se acurrucó aún más buscando alivio y se dejó invadir por un tremendo deseo de dormir, de dejar que el tiempo pasase, y todos los pensamientos tristes se esfumaran con el sol de la mañana.

El día había llegado, se dio cuenta por la claridad que se filtraba entre las rendijas de la persiana. Ahora el cuarto parecía distinto, más amplio, más claro, y hasta el deterioro de las paredes no se notaba, aún la mancha del techo parecía no estar.
Quiso estirar su cuerpo, mover las piernas y sintió que no le era posible, que algo se lo impedía. Creyó que serían sus ropas apretadas con las que se había dormido, por no tener la noche anterior deseos de quitárselas, aún sabiendo que estaban mojadas y pegadas a su cuerpo, o quizás el exceso de abrigo, pues ya se había dado cuenta que era imposible dormir con esa frazada tan gruesa que Marina le había regalado, que más que abrigarlo lo aplastaba.
Mover sus brazos se le hacía imperioso, desesperante, al igual que su pierna derecha que sentía en mala postura, pero no le era posible. De súbito se llenó de terror, creyendo que había sufrido algún tipo de ataque mientras dormía, pensó en gritar hasta ver si algún vecino de las otras habitaciones lo escuchaba o bien esperar por si se trataba de algo pasajero.
Se dejó estar, mientras sus ojos se detenían en el punto que ocupaba la mancha oscura del techo, que no pudo hallar.
Trató de convencerse que la luz del amanecer distorsionaba todo, y se dio cuenta que volvía a mentirse como lo había hecho siempre, a negar la realidad por miedo, timidez o por quién sabe qué.
Lentamente bajó la vista por la pared hasta llegar a los pies de la cama, y de allí a sus piernas, su abdomen y a la mancha negra, quieta, pegajosa y palpitante que lo miraba sin mirarlo aferrada a su pecho.
Quiso gritar y supo que no podría hacerlo nunca más.
Cerró los ojos, se hundió en un abismo insondable, y la sonrisa de Marina se dibujó en el aire.

1 comentario:

La otra parte de mí dijo...

que bueno!buenísimo,impecable.me encantó!